El Monte Amiata y Abbadia San Salvatore

Estoy ante el Monte Amiata, entre Val D'Orcia y los valles de Fiora y Paglia.
Es tan imponente que me he quedado estupefacta.
Por lo que he sabido, es la montaña más alta de Toscana. Tiene unos 1.700 metros de altitud y se trata de un volcán cuya última erupción de produjo hace cerca de 180.000 años. En la base se encuentran las fuentes de agua termal caliente, con un montón de propiedades curativas, que surten a las conocidas localidades balnearias que hay en las cercanías.
Las laderas inferiores están repletas de castaños y de hayas, y las superiores están cubiertas de bosques oscuros. Ese contraste de coloridos confiere a la montaña una belleza indescriptible.
Desde la primavera hasta el otoño, es un lugar ideal para pasear, relajarse o hacer senderismo.
En invierno se cubre de nieve y sus laderas se convierten en una renombrada estación de esquí, perfectamente equipada, en la que pasar unos días estupendos.
Además, sus bosques producen una miel exquisita, lo que añade otra medalla gastronómica a las otras muchas conquistadas por Toscana. No he podido resistirme y he comprado unos tarritos.

En las laderas orientales del Monte Amiata se erige una pequeña ciudadela medieval que se llama Abbadia San Salvatore. Toma su nombre de una antiquísima abadía que, en el siglo VIII, pasó a ser un feudo de los monjes benedictinos, quienes ejercieron su enorme poder durante siglos tanto en la ciudadela como en otras localidades de los alrededores.
Pero, al parecer, en el siglo XIII, fueron cambiando las tornas y los benedictinos se quedaron a verlas venir... La codiciada ciudad fortificada fue motivo de disputas, luchas y batallas entre los grandes señores feudales de Toscana y de la cercana Umbría, pasando sin solución de continuidad de unas manos a otras, hasta que, en el siglo VXI, se la quedaron los Medici.

Los cerca de 7.ooo habitantes de Abbadia San Salvatore gozan de un buen nivel de vida y la ciudad está perfectamente conservada. Su centro histórico es un enjambre de calles y callejuelas con edificios medievales, góticos y renacentistas. Lo más soprendente es que nunca sabes qué es lo que te vas a encontrar a la vuelta de la esquina. Puede ser una encantadora iglesita románica o un edificio gótico de ventanas diminutas o un panorama bellisímo a la campiña circundante.
En fín, que he ido de sorpresa en sorpresa. Algo así como si te hicieran un montón de regalos y, al abrir las distintas cajas, fueras descubriendo las cosas más bonitas e insospechadas.
Al terminar mi largo paseo por el centro he ido a visitar la famosa Abadía, que fue reconstruída en estilo románico en el siglo XI. Después, cuando la ciudadela pasó a manos de los Medici, su nave de crucero se actualizó de acuerdo con el estilo de la época. En su interior hay una importante y riquísima colección de obras de arte de diversos períodos históricos y abajo hay una soberbia cripta con cerca de 40 columnas con espléndidos capiteles labrados.

Mientras estaba tomando un refrigerio, acompañado de unas copitas de delicioso Rosso de Montalcino (¡tenían el de denominación Castello Banfi!, por lo que os podéis imaginar cómo me he acordado de los amigos que me acompañaron a ese castillo) la simpática camarera que me ha atendido me ha estado contando que esta ciudad conserva intactas un montón de antiguas tradiciones, entre las que destaca una fiesta que se celebra el día de Nochebuena y que consiste en que la gente del lugar, así como las personas que están de vacaciones aquí o en el Monte Amiata, desfilan portando antorchas encendidas hasta rodear la ciudad. Luego, con el fuego de las antorchas encienden una serie de hogueras y cantan villancicos. Por lo visto, esta costumbre se vienen manteniendo desde hace más de mil años.
He tomado buena nota de ello en la agenda, para venir aquí en Navidad.
Lo de ir con la antorcha y cantar villancicos lo tengo clarísimo. Con un poco de suerte, me animo a esquiar y paso unas navidades estupendas, alejada del consumismo y de los atascos de las grandes ciudades.

Sylvia.

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